20/07/2017
La decisión de Hacienda de aumentar los impuestos a los autos usados y abusados, importados, popularmente denominados “chilere”, por transitar por ese país rumbo al Paraguay, de procedencia generalmente japonesa, ha provocado varias propuestas, desde una perspectiva ultraliberal de defensa de la “libre competencia”, sin hacerse un análisis más profundo de las condiciones de la competencia.
Es decir, las condiciones de la importación, la calidad y la seguridad de los productos y la repercusión que su uso puede tener en la calidad del medio ambiente, la calidad de vida de un país.
Tomemos en primer lugar la procedencia y la causa del bajo precio, que es el principal atractivo de estos vehículos; proceden generalmente de Japón, donde los autos después de los cinco años de uso tienen un aumento de impuestos tan elevado que es más conveniente comprar uno nuevo.
El gravamen tiene que ver con la polución que producen, no por la calidad de la nafta que es la misma para autos nuevos o viejos, sino por el deterioro que el tiempo produce en los vehículos.
Paradójicamente, esos mismos autos introducidos al Paraguay pagan los impuestos de acuerdo a su precio, es decir sin ninguna otra consideración.
Es decir, que estamos introduciendo autos contaminantes, sin considerar la calidad de carburante que consuman, ya que el apriete impositivo japonés tiene que ver con un aspecto esencialmente técnico, y autos cuyas condiciones de adaptación técnica son dudosas, ya que nadie se hace responsable, porque no tienen garante.
El único argumento a favor de esta importación es que permite a un sector de la población adquirir autos a bajo precio, debido a que, por razones obvias, vienen subvalorados como “chatarra contaminante”, y que el sistema impositivo nacional hasta ahora no había contemplado con seriedad el negocio redondo de los importadores y el costo ambiental de aumentar notablemente la cantidad de vehículos contaminantes.
Resulta difícil pensar que Japón, uno los mayores productores de vehículos del mundo, castiga a los autos pasaditos de años de uso por un capricho y no por una razón técnica.
A eso hay que sumarle los problemas que la adaptación de esos autos a nuestro sistema puede producir, ya que son adaptados en talleres poco formales, ya sea en el puerto de entrada o en los que ya se han instalado en el país.
No es por capricho que países donde la libre competencia es ley pongan normas que controlen y defiendan el ambiente. Como se hace con muchos otros productos a los que debe exigirse en primer lugar condiciones de calidad y salubridad y, en segundo, que paguen los impuestos correspondientes fijados por el Estado.
Es correcto pensar en la importancia del acceso de un sector de la ciudadanía que no podría comprar un importado nuevo, al auto propio, pero eso no debe hacerse beneficiando a los importadores y castigando al medio ambiente.
La defensa liberal ultramontana resulta parecida a su aparente antítesis, en la era estronista, cuando para que hubiera acceso fácil al automóvil propio se lanzó la Ley del Blanqueo, que permitía nacionalizar, sin control, vehículos de dudosa procedencia, lo que gestó un tremendo auge de vehículos populares robados en Brasil, por ejemplo, ingresados al mercado nacional, generando una floreciente industria del robo de autos.
Ahora tenemos un auge de vehículos desechados de países desarrollados, de dudosas condiciones técnicas y sospechados con justificación de contaminantes.
Y resulta más lamentable que se esté una vez más protestando y justificando protestas que abusan conculcando el derecho a la libre circulación de ciudadanos, cerrando incluso una ruta internacional de gran movimiento de gente y de carga, para seguir permitiendo el privilegio del “libre tránsito” y a bajísimo costo de los “importadores” de estos vehículos desechados en los países productores, que se ahorran de paso el costo de mantener cementerios de automóviles.